10, agosto, 2025

Por qué el conflicto en Israel es teológico y no territorial

Quien reduce el conflicto palestino-israelí a un problema de “ocupación” o “colonialismo” está, conscientemente o no, leyendo el Medio Oriente con un manual marxista en la mano. La izquierda materialista, tanto europea como latinoamericana, interpreta cualquier disputa como una lucha de clases, un enfrentamiento entre opresores y oprimidos. Esa visión puede servir para analizar huelgas o injusticias laborales, pero fracasa estrepitosamente cuando se aplica a un conflicto cuyas raíces son teológicas.

En la cosmovisión islámica clásica, la Tierra de Israel forma parte del Dar al-Islam (territorio del islam) y, más específicamente, es considerada parte del Wakf al-Islamiya, patrimonio religioso inalienable. Según la sharía, cualquier tierra que haya estado bajo dominio musulmán queda consagrada para siempre al islam y nunca puede ser gobernada legítimamente por no musulmanes. Este principio, recogido por juristas como Al-Mawardi y reforzado por la escuela Hanbali, no es negociable.

En este marco,  los judíos y cristianos pueden existir, pero solo como dhimmis, protegidos pero subordinados, pagando la jizia (Corán 9:29) y aceptando limitaciones humillantes: no construir nuevas sinagogas, no portar armas, no montar caballos, ceder el paso al musulmán en la calle. Un Estado judío soberano no es solo ilegítimo: es herético.

El Pacto de Omar, texto clásico de la tradición islámica, regula esta sumisión.  No se trata de un anacronismo: Hamás lo menciona indirectamente en su Carta Fundacional de 1988 y líderes como Yusuf al-Qaradawi lo evocan para justificar la lucha armada. El propio líder espiritual de Hamás, el jeque Ahmed Yassin, declaró en 1998:  “La Yihad continuará hasta que Palestina sea toda islámica”.

Esto explica por qué el objetivo declarado no es solo “liberar Cisjordania” sino “Palestina, desde el río hasta el mar”, un lema que implica la desaparición total de Israel. No es un problema de fronteras, sino de existencia.

La izquierda occidental, atrapada en su paradigma materialista, ignora o desprecia esta dimensión religiosa. Prefiere hablar de “colonialismo” y “ocupación” porque así encaja el conflicto en el mismo molde narrativo que usa para criticar a EE. UU., la OTAN o las multinacionales. Pero esa ceguera conceptual tiene consecuencias: si el problema se percibe como territorial, la solución propuesta será dividir la tierra y firmar un acuerdo. Sin embargo, ningún acuerdo puede cambiar una creencia arraigada de que todo el territorio pertenece a Alá y debe ser administrado por musulmanes.

El islam distingue entre Dar al-Islam y Dar al-Harb (territorio de guerra). Israel, en esta visión, es Dar al-Harb que debe ser reconquistado mediante la yihad. Este mandato no es una mera metáfora espiritual: para el islamismo radical, la yihad es obligación (fard ‘ayn) de todo musulmán cuando un territorio islámico está “ocupado”.

Por eso, cuando dirigentes israelíes o mediadores occidentales hablan de “fronteras seguras y reconocidas”, para Hamás o la Yihad Islámica es como si les propusieran un pecado: aceptar la legitimidad de un ente judío en tierra que consideran islámica.

La Torá nos enseña que la claridad es esencial. Llamar a las cosas por su nombre es un deber moral. El progresismo, al negar la naturaleza religiosa del conflicto, propone soluciones que, por definición, no pueden funcionar. Israel no es atacado por lo que hace, sino por lo que es: un Estado judío soberano en la tierra que el islam radical considera suya por mandato divino.

Mientras no se reconozca que la raíz es teológica, seguiremos viendo planes de paz que nacen muertos. Y mientras tanto, la respuesta de Israel debe ser doble: firmeza estratégica y fidelidad al pacto eterno de HaShem con Su pueblo.

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